
La culpa fue del orbayu. Lo había previsto todo, hasta el último detalle: horarios, itinerarios, botín. Claro que tampoco era un golpe demasiado complicado, una joyería mediocre en una pequeña villa de la costa. Pero con lo que no contaba era con el orbayu, y con la negativa del Penco a salir. — Cuando hay orbayu me entra un no sé qué, una pena. No, yo me quedo en casa. Lo hicimos el Rucio y yo de todos modos, era cosa fácil, se podía hacer sin conductor. Entramos, dimos tres gritos y agarramos lo menos tres mil euros. El plan era huir a pie, cruzar la calle y correr hasta la salida del pueblo. Fuera estaban los picoletos, aparcados esperando a que escampara. Pero como estaba orbayando, se ve que o no nos vieron o les dio pereza mojarse y salir tras de nosotros. La culpa fue del orbayu, esa lluvia que cae fina, impenitente, que empapa las paredes, la tierra, los huesos, el alma. Y el pavimento. Aquella furgoneta intentó frenar, pero sus ruedas patinaron en el suelo mojado, llevándose por delante nuestra buena suerte. Ahora sí, a los picoletos no les quedó más remedio que salir del todoterreno. Fendetestas |